Erase una vez una familia que reunía periódicamente a sus componentes para sentarse a la mesa, dialogar y comer. No siempre había concordia al ordenar a los comensales. Unos, por razones dispares, pretendían ser colocados a la diestra del Padre. Otros, los más, aceptaban mal que bien esa situación que siempre, siempre, causaba una cierta conmoción.
Llegó un día en el que los alimentos menguaron y, el banquete que antaño permitía elegir platos exóticos, se convirtió hogaño en un menú que no solo tenía menos alimentos sino que éstos eran iguales para todos.
Uno de los hijos mayores, bajo la premisa de que "yo trabajo más y aporto mucho", quiso hacer valer su cuestión diferencial, ante el cabreo del resto de sus hermanos.
"Queridísimos hijos", dijo el Padre: "La familia que come unida permanece unida". "Unidad, eso es lo que importa". "No permitamos que una simple cuestión rompa la unión familiar".
"Esto no es justo", protestaron muchos de los comensales. "La comida es sagrada".
¿Y qué fue lo que pasó?. No lo sabemos. El banquete no ha terminado, pero lo que sí es seguro es que nadie va a salir contento de la Casa del Padre.
Nota: "El que tenga oídos que oiga", (Mt. 13. 9)